Todas las mañanas el mismo ritual. Tomar el autobús
número quince y, después, el metro. Cinco estaciones recorridas y tras las escaleras
emergía el edificio de la empresa en la que trabajaba. Prepotente, amenazador.
Ocho horas ante la pantalla, sin desviar la mirada, intercalando treinta
minutos para el almuerzo. Así un día y otro. Monotonía elevada a la enésima
potencia.
Aquella mañana, esperando su autobús habitual, se
detuvo el autocar de la línea sesenta y cuatro. Dudó unos instantes y, resuelto,
lo tomó. A través del cristal de la ventanilla todo cuanto veía resultaba nuevo
a sus ojos. Otro paisaje, otras gentes.
— ¡Fin de trayecto! —gritó el conductor.
El largo recorrido había terminado. Descendió
expectante. Caminó unos cuantos metros y se detuvo ante la gran pradera verde.
La hierba fulgía avivada por el sol. Se tendió sobre ella y comenzó a desnudarse.
Con los brazos abiertos recibió la caricia de los rayos solares. Nunca le
habían abrazado así.
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Sola. Siempre sola. A la ida, al regreso. Recordaba
su juventud. La admiración de los chicos, las peticiones para salir, las
declaraciones de amor. Entonces, ninguno le parecía bueno para ella. Y ahora…,
ahora estaba sola.
Aquella noche sintió que la seguían. Los pasos eran
firmes, masculinos. A llegar al portal se volvió y esbozó una sonrisa que quiso
ser acogedora. El tirón la dejó tambaleante en la acera. Aquel hombre corría
con su bolso como alma que lleva el diablo.
MAYTE TUDEA.
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