Artículo de Jesús Mirás Araujo, Profesor Titular de
Historia Económica, Universidade da Coruña y Nuria Rodríguez Martín, Profesora Ayudante Doctora de Historia
Contemporánea, Universidad Complutense de Madrid. Publicado en la revista
digital The Conversation.
¿Qué
ocurriría si la humanidad se quedase sin luz y se sumergiese en la penumbra?
Seguramente, como especulaba Isaac Asimov en un relato, viviríamos un drama de consecuencias
incalculables. La mejora de la calidad de vida tiene que ver con que nuestros
quehaceres cotidianos cuenten con una adecuada iluminación.
El
trabajo, la vida en el hogar o el ocio necesitan de luz. La historia que
presentamos tiene que ver precisamente con esto, con algo tan humano como
renovarse o morir y con la transformación que han experimentado nuestras vidas
en los últimos doscientos años.
Hace
algo más de un siglo, una fuente de energía vital hoy para nosotros, la
electricidad, vino a ocupar el lugar de la dominante
hasta entonces, el gas. Primero, en el alumbrado de las calles y, más tarde,
en los hogares. Fue un proceso vinculado al cambio tecnológico. El gas iluminó
las ciudades occidentales durante el siglo XIX. El siglo XX fue el siglo de la
electricidad.
Gas para iluminar calles, cafés y teatros
El
gas se introdujo en el mundo desarrollado en la segunda década del siglo XIX,
primero en Reino Unido y después en Francia, Bélgica y Estados Unidos. Al resto
del continente europeo llegó unos años más tarde.
Hasta
los años sesenta, este combustible se usaba casi exclusivamente en el alumbrado
de las calles. A continuación, lo adoptaron los comercios y los
establecimientos de ocio, como cafés y teatros.
La
iluminación en los hogares (todavía un bien de lujo) tardó tiempo en
consolidarse, incluso cuando aparecieron los primeros aparatos domésticos, como las cocinas, calentadores o estufas
de gas, a los que sólo tenía acceso la gente con mayor capacidad adquisitiva.
La
electricidad apareció en las ciudades de Estados Unidos a principios de los
ochenta del s. XIX. Poco tiempo después, desembarcó en Europa. La inauguración
por parte de Thomas A. Edison de la primera central eléctrica en
Pearl Street, Nueva York (1882) marcó un antes y un después.
La electricidad toma el relevo
Hasta
finales del siglo XIX, gas y electricidad mantuvieron una relación “amistosa”,
porque esta todavía no era competitiva. Era demasiado cara y la corriente
continua dificultaba su uso en las viviendas. Pero entonces llegó el cambio: se
abarató la producción y distribución de energía eléctrica y comenzó a amenazar
la cómoda posición del gas.
El
gas contaba con un as bajo la manga: la aparición de varios inventos alargaron
su vida útil y le sirvieron para sobrevivir unas décadas más. Pero al entrar el
siglo XX, la electricidad comenzó a ganar terreno rápidamente, sobre todo en el
alumbrado. Arrinconó al gas en los usos domésticos, como la cocina, la
calefacción o el baño. El relevo estaba casi listo.
Los
ciudadanos percibían que, tarde o temprano, la iluminación de las calles terminaría
siendo monopolizada por la electricidad debido a la calidad
indiscutiblemente superior de su luz. El nuevo sistema era más eficiente y la
iluminación de mayor calidad. Su resplandor fascinó a la gente, deseosa de
sustituir un sistema que consideraban atrasado por otro que era símbolo de
modernidad.
Una luz mágica y limpia
La
luz eléctrica despedía un halo de magia. Era la primera iluminación que no
requería ser encendida (como ocurría con el gas, y antes con las luces de
carburo o petróleo) y no producía malos olores ni humos.
Los centros de las ciudades fueron los primeros
espacios alumbrados con electricidad. Las actividades de ocio, como los
teatros, fueron pioneras en su instalación, además de los negocios de prestigio
(hoteles) y las viviendas de la clase pudiente. En Nueva York, Broadway era
conocida como la Great White Way debido a su profusa
iluminación.
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