Desde
pequeño mi pasión por la lectura me llevó de los tebeos a las novelas juveniles
y de éstas a las adultas sin solución de continuidad. La biblioteca materna me
puso en contacto con Palacio Valdés, con Hugo Wast, con González Anaya o con
Blasco Ibáñez, cada uno de los cuales me ofreció mundos diversos y estilos
narrativos distintos, y me condujeron progresivamente a desafíos mayores como los que planteaban William Faulkner,
James Joyce o Thomas Mann enfrentándome con los personajes estrafalarios de
“Mientras agonizo”, con los aparentemente cotidianos habitantes de Dublín en “Ulises” o con los filosóficos
tuberculosos de “La montaña mágica”. Y
de todas estas aventuras literarias salí bien pertrechado para la lectura, la reflexión
y hasta la escritura creativa.
Pero -apareció el pero- con el señor Proust hemos dado. Admito que el
torrente vital que plantea M.P. en su famosa y dilatada obra “En busca del
tiempo perdido” ha sido excesivo para mí. Quiero recordar que ojeé uno de los
tomos de la obra, no recuerdo cuál, que me aburrió soberanamente y no me
permitió sumergirme en el mundo que me presentaba.
Claro está
que aprendí a citar “la magdalena de Proust”, como habrán hecho tantos y tantos
pedantuelos a lo largo de los tiempos, sin saber que aparece en el capítulo
inicial de “Por el camino de Swann”, cuando una magdalena mojada en té libera
la memoria del narrador: Aquel sabor era
el del trozo de magdalena que me
ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión. Simboliza la
capacidad de algo (olor, sabor…) para rescatar viejos recuerdos antes
olvidados.
Ahora
vendrá bien un poco de cronología: MP nace en Paris en 1871 y muere en la misma
ciudad en 1922. Aparte de un voluntariado militar no ejerció ningún tipo de
trabajo, salvo frecuentar los salones parisinos y reflejar su ambiente en algunos
artículos periodísticos. A partir de 1914 se encierra en su cuarto y escribe
sin cesar. Además de otras dos obras
menores, el corpus de “En busca del
tiempo perdido” se publica del modo siguiente: (1913) “Por el camino de Swann”,
(1919) “A la sombra de las muchachas en flor”, (1920) “El mundo de Guermantes”,
(1922) ”Sodoma y Gomorra”, (1923) “La prisionera”, (1925) “Albertine
desaparecida”, (1927) “El tiempo recobrado”; viendo la luz las tres últimas
tras la muerte del autor.
¿Y de qué
trata esta obra monumental? Insistamos en la recurrencia de la memoria
encarnada no sólo en la magdalena sino en unas baldosas mal encajadas o e el
ruido de los cubiertos de una vajilla. Los recuerdos surgen a través de la
memoria involuntaria, y el Narrador los va encajando en el mundo que lo rodea.
Así, el primer libro abarca la infancia, la vida familiar, las vacaciones y las
visitas. En el segundo, el Narrador adolescente tiene su primer contacto con
jovencitas que le descubren la pasión amorosa y le introducen en el mundo
artístico. La tercera supone el descubrimiento de la “inversión”, nombre dado
entonces a la homosexualidad, que continúa en “Sodoma y Gomorra”. Los libros
quinto y sexto los ocupa el personaje de Albertine que desencadena una tormenta
de amor y celos antes de su muerte. Y en el séptimo, el Narrador vuelve a París
tras larga enfermedad y se encuentra con que la guerra y el tiempo han borrado
el mundo de la aristocracia que llenó su juventud.
Proust
amaba las catedrales como símbolos de la Francia eterna; y, para sus exégetas,
su magna obra se compone de siete catedrales, la obra más determinante de la
narrativa del siglo XX.
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