10 septiembre 2021

EL BANQUERO INFIEL

 

John Dwight otea con sus prismáticos en dirección a los bungalows situados al otro lado de la calle. Hace un calor infernal esa soleada tarde de agosto de 1971, arriba en las colinas, al norte de la ciudad, y el detective siente cómo la tela de la camisa se le pega a la espalda, completamente empapada de sudor. Ha seguido a su objetivo hasta una urbanización en las afueras de Los Ángeles y, si todo va como espera, pronto conseguirá para Mrs. Wealthcare, su atribulada cliente, las pruebas gráficas de la infidelidad de su esposo.

Robert Wealthcare es un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos, que trabaja como director de una sucursal de un banco. «A juzgar por el convencional sedán oscuro que ha dejado aparcado a la entrada de la pequeña vivienda, debe ser uno de los tipos más aburridos del planeta», razona el investigador mientras se cuece en el interior de su reluciente Chevrolet, que aún huele a nuevo. Dwight lo compró el año pasado en un concesionario de General Motors, en Sausalito. Tuvo que recorrer medio Estado hasta localizar el modelo que él buscaba, un Chevelle de dos puertas con el acabado Super Sport, pero no aquél con el que la mayoría de los clientes se conformaba, sino el que equipaba la opción “L6”: un motor V8 de 450 CV de potencia, eso es lo que él tenía bajo el capot, decorado con dos franjas blancas que destacaban sobre el color dorado de la carrocería.

Así es él —se dice a sí mismo—: directo y sin complejos. Le gusta el béisbol, el surf, el Jack Daniels sin hielo y los coches potentes que infunden respeto. Y, bueno, también le gusta su última novia, Daniella, una veinteañera hija de emigrantes italianos, de sedosa cabellera negra, senos que apuntan al cielo, cintura de avispa y piernas interminables. La conoció hace dieciocho meses, en una céntrica cafetería donde ella trabaja, y tras unos cuantos encuentros, le pidió que salieran juntos. A principios de año accedió a irse a vivir con él, para disgusto de sus padres (los de Daniella; los de John viven en Washington, con el resto de sus hermanos, y mantienen una intermitente relación telefónica con la oveja negra de la familia). En fin, ella es el complemento perfecto para un anglosajón rubio como él, de tez dorada por las horas pasadas sobre la tabla de surf y cuerpo atlético por el mucho deporte que practica.

Unos niños desafían el sol abrasador en un jardín cercano, jugando a lanzarse un frisbee, y Dwight sale de su ensimismamiento para colocarse de nuevo los prismáticos. A través del ventanal abierto de lo que supone es el salón de la vivienda, puede ver cómo el ejecutivo cuarentón y algo entrado en carnes se mueve como una fiera enjaulada. Se asoma de tanto en tanto a la ventana abierta, con evidentes gestos de impaciencia, ansioso por recibir a su amante. El detective enciende un “Camel” y deja volar la imaginación por unos segundos. ¿Qué clase de persona se entregaría a un individuo en apariencia tan soso, tan carente de atractivos físicos? Quizás alguna mujer casada de su misma edad, desencantada como él de su rutinaria existencia y necesitada de introducir algo de emoción que la haga sentir viva. O tal vez sea una pobre jovencita, seducida por la perspectiva de una estabilidad económica que no llegará, puesto que él jamás se divorciará voluntariamente de su esposa, aunque se lo prometa a su incauta partenaire en cada nuevo encuentro. Y el detective experimenta por el pobre diablo un sentimiento mezcla de solidaridad y compasión. Sin ser consciente de ello, su existencia se encamina hacia al abismo, hacia un descarnado divorcio, a verse expulsado de su cómodo hogar, privado de sus hijos y de su dinero. Ese tonto arriesga todo lo que tiene y no valora por unos polvos furtivos. Es estúpido, sí, pero ¿cómo podría juzgarle? Al fin y al cabo, él mismo ha engañado a todas sus parejas, excepto a Daniella, aunque sabe que el enamoramiento de los primeros meses pasará, y que sólo es cuestión de tiempo que termine sustituyéndola por otra. Pero ella es más joven, y lo superará. Seguramente rehará su vida al lado de un “spaghetti”, montará un restaurante o algo similar, tendrá hijos con él, y engordará hasta hacer irreconocible ese cuerpo de junco que cada noche le enloquece.

De repente, algo que se ha colado por la ventanilla del coche; golpea la mejilla izquierda del investigador, haciendo volar sus Ray-Ban, que acaban sobre el salpicadero. Sorprendido y furioso, Dwight ve un frisbee rojo sobre la moqueta de su Chevrolet y maldice a todos los infantes del mundo. Recupera sus gafas y abre violentamente la portezuela, dispuesto a dar una buena lección a los dos mocosos que, asustados ante la expresión homicida del individuo, deciden darse a la fuga calle abajo y dar por perdido su juguete. John corre unas zancadas tras ellos, pero entonces oye cerrarse la puerta de una casa cercana y vuelve sobre sus pasos hasta su vehículo. Desde allí ve correr las cortinas del salón del bungalow que estaba vigilando y lamenta lo inoportuno de la distracción. «Malditos cabroncetes, me vais a arruinar la tarde de trabajo», se queja para sus adentros mientras extrae de la guantera una moderna cámara fotográfica. Mira en ambos sentidos de la calle y no ve a nadie. «Hace demasiado calor para estar paseando», se dice mientras se aproxima con paso ligero a la fachada de la edificación de paredes blancas y una sola planta. Las ventanas principales no están cerradas y se asoma al interior moviendo ligeramente las cortinas. En la sala en penumbra no hay nadie, pero puede distinguir ruidos que provienen de la parte de atrás, posiblemente de un dormitorio que da al jardín posterior. Rodea la casa con sigilo y descubre a través de una ventana entreabierta a Wealthcare, que se encuentra tendido desnudo boca arriba sobre una cama. El hombre mira fijamente con expresión lujuriosa a algo o alguien situado enfrente de él, en un punto de la habitación que el detective no puede divisar desde su posición en el exterior.  Prepara la cámara, presto para sacar las comprometedoras imágenes que le van a hacer ganar trescientos pavos. Y entonces aparece de espaldas en su campo de visión una hermosa mujer que camina hacia el lecho y se sienta a horcajadas sobre el banquero infiel. Y, como golpeado por un bate de béisbol en el pecho, John Dwight reconoce la sedosa cabellera negra, los senos que apuntan al cielo, la cintura de avispa y las piernas interminables de Daniella.

Jorge Luis Mendoz.


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