John
Dwight otea con sus prismáticos en dirección a los bungalows situados al otro
lado de la calle. Hace un calor infernal esa soleada tarde de agosto de 1971,
arriba en las colinas, al norte de la ciudad, y el detective siente cómo la
tela de la camisa se le pega a la espalda, completamente empapada de sudor. Ha
seguido a su objetivo hasta una urbanización en las afueras de Los Ángeles y,
si todo va como espera, pronto conseguirá para Mrs. Wealthcare, su atribulada
cliente, las pruebas gráficas de la infidelidad de su esposo.
Robert
Wealthcare es un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos, que trabaja
como director de una sucursal de un banco. «A juzgar por el convencional sedán
oscuro que ha dejado aparcado a la entrada de la pequeña vivienda, debe ser uno
de los tipos más aburridos del planeta», razona el investigador mientras se
cuece en el interior de su reluciente Chevrolet, que aún huele a nuevo. Dwight
lo compró el año pasado en un concesionario de General Motors, en Sausalito.
Tuvo que recorrer medio Estado hasta localizar el modelo que él buscaba, un
Chevelle de dos puertas con el acabado Super Sport, pero no aquél con el que la
mayoría de los clientes se conformaba, sino el que equipaba la opción “L6”: un
motor V8 de 450 CV de potencia, eso es lo que él tenía bajo el capot, decorado
con dos franjas blancas que destacaban sobre el color dorado de la carrocería.
Así
es él —se dice a sí mismo—: directo y sin complejos. Le gusta el béisbol, el
surf, el Jack Daniels sin hielo y los coches potentes que infunden respeto. Y,
bueno, también le gusta su última novia, Daniella, una veinteañera hija de
emigrantes italianos, de sedosa cabellera negra, senos que apuntan al cielo,
cintura de avispa y piernas interminables. La conoció hace dieciocho meses, en
una céntrica cafetería donde ella trabaja, y tras unos cuantos encuentros, le
pidió que salieran juntos. A principios de año accedió a irse a vivir con él,
para disgusto de sus padres (los de Daniella; los de John viven en Washington,
con el resto de sus hermanos, y mantienen una intermitente relación telefónica
con la oveja negra de la familia). En fin, ella es el complemento perfecto para
un anglosajón rubio como él, de tez dorada por las horas pasadas sobre la tabla
de surf y cuerpo atlético por el mucho deporte que practica.
Unos
niños desafían el sol abrasador en un jardín cercano, jugando a lanzarse un frisbee,
y Dwight sale de su ensimismamiento para colocarse de nuevo los prismáticos. A
través del ventanal abierto de lo que supone es el salón de la vivienda, puede
ver cómo el ejecutivo cuarentón y algo entrado en carnes se mueve como una
fiera enjaulada. Se asoma de tanto en tanto a la ventana abierta, con evidentes
gestos de impaciencia, ansioso por recibir a su amante. El detective enciende
un “Camel” y deja volar la imaginación por unos segundos. ¿Qué clase de persona
se entregaría a un individuo en apariencia tan soso, tan carente de atractivos
físicos? Quizás alguna mujer casada de su misma edad, desencantada como él de
su rutinaria existencia y necesitada de introducir algo de emoción que la haga
sentir viva. O tal vez sea una pobre jovencita, seducida por la perspectiva de
una estabilidad económica que no llegará, puesto que él jamás se divorciará
voluntariamente de su esposa, aunque se lo prometa a su incauta partenaire
en cada nuevo encuentro. Y el detective experimenta por el pobre diablo un
sentimiento mezcla de solidaridad y compasión. Sin ser consciente de ello, su
existencia se encamina hacia al abismo, hacia un descarnado divorcio, a verse
expulsado de su cómodo hogar, privado de sus hijos y de su dinero. Ese tonto
arriesga todo lo que tiene y no valora por unos polvos furtivos. Es estúpido,
sí, pero ¿cómo podría juzgarle? Al fin y al cabo, él mismo ha engañado a todas
sus parejas, excepto a Daniella, aunque sabe que el enamoramiento de los
primeros meses pasará, y que sólo es cuestión de tiempo que termine
sustituyéndola por otra. Pero ella es más joven, y lo superará. Seguramente
rehará su vida al lado de un “spaghetti”, montará un restaurante o algo
similar, tendrá hijos con él, y engordará hasta hacer irreconocible ese cuerpo
de junco que cada noche le enloquece.
De
repente, algo que se ha colado por la ventanilla del coche; golpea la mejilla
izquierda del investigador, haciendo volar sus Ray-Ban, que acaban sobre el
salpicadero. Sorprendido y furioso, Dwight ve un frisbee rojo sobre la moqueta
de su Chevrolet y maldice a todos los infantes del mundo. Recupera sus gafas y
abre violentamente la portezuela, dispuesto a dar una buena lección a los dos
mocosos que, asustados ante la expresión homicida del individuo, deciden darse
a la fuga calle abajo y dar por perdido su juguete. John corre unas zancadas
tras ellos, pero entonces oye cerrarse la puerta de una casa cercana y vuelve
sobre sus pasos hasta su vehículo. Desde allí ve correr las cortinas del salón
del bungalow que estaba vigilando y lamenta lo inoportuno de la distracción. «Malditos
cabroncetes, me vais a arruinar la tarde de trabajo», se queja para sus adentros
mientras extrae de la guantera una moderna cámara fotográfica. Mira en ambos
sentidos de la calle y no ve a nadie. «Hace demasiado calor para estar
paseando», se dice mientras se aproxima con paso ligero a la fachada de la
edificación de paredes blancas y una sola planta. Las ventanas principales no
están cerradas y se asoma al interior moviendo ligeramente las cortinas. En la
sala en penumbra no hay nadie, pero puede distinguir ruidos que provienen de la
parte de atrás, posiblemente de un dormitorio que da al jardín posterior. Rodea
la casa con sigilo y descubre a través de una ventana entreabierta a
Wealthcare, que se encuentra tendido desnudo boca arriba sobre una cama. El
hombre mira fijamente con expresión lujuriosa a algo o alguien situado enfrente
de él, en un punto de la habitación que el detective no puede divisar desde su
posición en el exterior. Prepara la
cámara, presto para sacar las comprometedoras imágenes que le van a hacer ganar
trescientos pavos. Y entonces aparece de espaldas en su campo de visión una
hermosa mujer que camina hacia el lecho y se sienta a horcajadas sobre el
banquero infiel. Y, como golpeado por un bate de béisbol en el pecho, John
Dwight reconoce la sedosa cabellera negra, los senos que apuntan al cielo, la
cintura de avispa y las piernas interminables de Daniella.
Jorge
Luis Mendoz.
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