Fulgencio
y Adelaida están adornando el salón de su casa con los mejores abalorios
navideños. No falta ni un detalle: el portal de Belén al completo. El pino
artificial cuajado de bolas, angelotes, bastones y cintas plateadas; que parece
haber crecido en un lecho de paquetes multicolores envueltos con lazos
infinitos.
Como
música de fondo, canturreado algo más lejos por la abuela, se oye el villancico
del Tamborilero, acompasado con golpes secos al ritmo de su estribillo.
El
tío Gonzalo ha llegado del pueblo y está en algún lugar de la casa. Hacía años
que no se reunía con ellos por viejas desavenencias familiares que les hizo
llegar a las manos. Las lindes de unas tierras fueron las culpables y en estas
fiestas pretenden enterrar el hacha de guerra.
Sus
hijos, de cuatro y seis años, entran corriendo juntos al salón con las caras
desencajadas y gritando:
—
¡Mamá, papá, la abuela lo ha matado! ¿Por qué lo ha matado? —Y se echan a
llorar desconsoladamente.
—
¿Qué vamos a hacer ahora Fulgencio? Por mucha razón que tenga tu madre, no hay
excusa para cometer esa barbaridad
delante de los pequeños. Quedarán
traumatizados para toda la vida.
—Le
advertí que no lo hiciera, pero ya sabes que su fuerte carácter no obedece a
razones y no habrá podido evitarlo. En el pueblo es una tradición ancestral dar
matarile personalmente a un pavo la víspera de Nochebuena.
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