Fue
una mujer que marcó estilo e inventó una forma de andar sin despeinarse,
alumbrada por dos pechos en los que la sangre solemniza sus misterios paralelos
en un escote generosamente amplio. Lucía, además, el lunar más intrigante que
una mejilla pueda albergar. La actriz Jayne Mansfield, que hasta teñirse la
melena respondía al nombre de Vera J. Palmer, era la divinidad de una reata de
jóvenes a los que los ojos se le iban al escote con ansia.
Desde
entonces, la sección de lencería femenina de los grandes almacenes posee la
condición de un santuario erótico. Acompañar a la esposa ruboriza de tal manera
que ningún hombre ha logrado sentirse cómodo en esa basílica de lascivia por la
que las mujeres andan con narcisismo y soltura.
Soy de la masculina
convicción de que no existe nada más atractivo que una mujer atractiva. Esa
emoción que se siente al verla es el resumen excepcional de una experiencia
estética. Así mismo, la mujer que a menudo se hospeda en un hombre sensible,
reúne todas las cualidades para resultar bellísima. La cuestión reside en
materializarla en sus justos términos acercándose más a su vida, de por sí
demasiado abrumada, como para recordarle que se está arrugando o afeándole las
pistoleras o las patas de gallo.
Esa mujer idealizada, repito, reúne
todas las condiciones para desempeñar el papel de la muñeca que incita a ser
vestida y desvestida sin fin. Es la mujer-niña que no ha desbaratado su porte
juvenil con el 1,80 de alta, el 40 de calzado y los 95 de busto. Su cuerpo refleja
un color rosa que la entibia dulcemente. Es tan hermosa que no importaría que
careciese de sexo. Hasta que se desnuda.
Es
entonces cuando se descubre que un cuerpo desnudo es un desierto que,
expuesto a la luz, se convierte en algo descorazonador. Es cierto que hay
cuerpos y cuerpos, pero esto no explica que, a manudo, lo que alguien adora
resulte desdeñado por otro compañero de universidad. ¿Es el sexo lo único que
hace encantador un cuerpo? El sexo no se ve.
Llegado aquí es donde una pequeña
mancha juega un papel providencial en el cuerpo femenino. No existe un deleite
más cierto que la visión de un lunar. Su presencia atrae hasta resultar un reclamo. Para ello ha de ser único y poco.
Es, pues, de esta manera como despierta el encanto o la mentira, el fingimiento
o el disimulo, evoca una identidad y su señuelo, la gracia o la desgracia si su
presencia se masifica. Es, por último, su situación en el cuerpo femenino lo
que delata a su dueña. Apasionada si se halla en los labios, la ambición de
quien no se conforma con el mundo que le ha tocado vivir cuando está en un
hombro, en un seno descubre a quien prefiere el erotismo al amor, en la espalda
evidencia irreflexión e impaciencia para el enamoramiento, siendo el del
vientre el que implica amor exagerado a los placeres más instintivos y cuya
dueña anda siempre a la búsqueda de alguien que pueda equilibrar sus excesos.
Es, en definitiva, su contemplación lo que justificaría la célebre frase de
Goethe en Fausto: "Detente, instante, eres tan bello".
Nono
Villalta, febrero 2015
Todo un tratado sobre el erotismo de los lunares. Mi enhorabuena Nono por tu escrito. Recuerdo una frase que coloqué en algún relato: "Se quedó en tinieblas contemplando la constelación de lunares de su espalda..."
ResponderEliminarUn abrazo y mi felicitación.
Esperanza.