No
es cierto que el español sea un tipo de escasa rentabilidad. Ocurre que todos
nuestros problemas se resumen en la exhibición de un macarra, que levanta el
milagro millonario y mediocre de la audiencia con unos segundos de berrea.
La televisión es hoy la emisaria
de la calle, un negocio zafio que nos iguala a todos por abajo. Es el espejo
que reproduce nuestras miserias.
A
través de la pantalla nos llega, a raudales, el sexo, la economía, la religión,
y la horterada más cutre. Produce espanto cómo se consumen horas de
programación sin que el espectador sufra nauseas. Mientras los mensajes que de
verdad importan, aquellos que no se dicen en voz alta, salen del gañote de
personajillos que se presentan en las tertulias travestidos de falsos progres con
palabras rusticanas y malolientes, con una filantropía de bidé y un apocalipsis de morbo y
vulgaridad. Al final de todo, lo que de verdad queda es que a esta cohorte de
intelectuales de probeta y tontonas recosidas le sale muy rentable su verborrea
mongólica.
El
mal gusto televisivo escala adeptos semana tras semana en la medida que la
cutrez que ofrecen, en horario de máxima audiencia, eleva la ordinariez y la
idiotez en colorines, analfabetizando y haciendo oro la ignorancia, de la que
presumen exhibiéndose desnudos en una playa. Deberían saltar los “plomos”
cuando las horas de reality superasen las que se ven de la segunda cadena, por
ver si la peña cambia un rato mando por libro, con lo que se conseguiría al
menos mejorar sus modales de barman de puticlub.
Hasta
para insultar hay que saber montárselo bien y si alguien lo duda basta con que
lea a Quevedo o Valle-Inclán, que en esta frecuencia de onda no tenían
competidores. Atinaban cuando mejor maldecían. Era suficiente una puñalada
gramatical para desplumar a un rey. Pero nuestra casta de tertulia ha
degenerado hasta la prevaricación de la mímica y van de estreno con ella a los
platós para mostrar su bajeza en patios de monipodio. Todo ese desparrame está
hoy representado por un mogollón de encantadores, adivinadoras, burlangas, aguadores
y mercaderes de lo ajeno.
No entro a valorar si la
televisión es buena o mala. Sencillamente es así. Nos da lo que le pedimos, lo
que se espera de nosotros. Es inútil adjudicarle consideraciones éticas. Es un
negocio. Y, a veces, un espejo. El último hallazgo ha sido el de recoger una
analfabeta funcional de concursante, que se está haciendo de oro por dejarse trepanar la intimidad. Exactamente
nadie. Dinero: esa es la cuestión. En esta época ser honesto no sale rentable. Fue
Faulkner quien dijo: «Se puede confiar en las malas personas, no cambian
jamás». Así que echémosle hilo a la cometa que todavía nos queda mucho que ver.
Nono Villalta, noviembre
2014
Pues yo, a la televisión, le estoy sumamente agradecido. Cada vez que la enciendo, al momento la apago y abro el libro
ResponderEliminarNono, creo que aciertas de plano con tu reflexión, pero siempre tendremos el poder de apagarla cuando nos venga en gana. Mi enhorabuena.
ResponderEliminarEsperanza.