Gregorio Gómez C.
Vamos a hablar de las cosas que hemos
visto y sentido en Tierra Santa. Como todo hombre, humus, hablamos de una
tierra teñida en sangre. En nuestro decir queremos mostrar la voz de lo divino
que anida en las cosas haciendo de ellas deidad. Estábamos como en un sueño y hemos
despertado al poder, al arrastre de la fuerza de la mirada de la naturaleza. Un misterio
latía en torno a nosotros. Al admirarnos de Belén, Jerusalén, Cafarnaúm…
son estas ciudades y sus habitantes quienes hablaban en nosotros mientras nos
miraban. La actitud de nuestra mente era, en silencio, poner atención a la voz
íntima de lo sagrado que nos fundamenta y, por ello, nuestra palabra está movida por
el espíritu de verdad. No queremos ser dementes queriendo oír como nuestra la
voz del mundo. Lo sagrado está hablando,
clamando, en nuestra intimidad, en el
abismo de nuestras entrañas, donde el hombre no puede encontrar el límite de su
alma. Así pues, el hombre justo, el que hace justicia a las cosas y a las
personas, es el que se entrega a la voz que clama y dice lo que es y no lo que
a él se le ocurre. Nuestra palabra ha de ser cimiento del alma. Nuestra mirada
se ha detenido en el siempre, en el tiempo como estabilidad y en su dar de sí,
para verlo como siendo, en su eternidad. Somos tiempo.
Belén, casa del pan, nos recibió como
también en su día acogió al Mesías. «En cuanto a ti Belén, la más pequeña… de
ti sacaré el que ha de ser soberano de Israel». María dio a luz a su
primogénito en esta ciudad de David y lo acostó en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada. En la Basílica de la Natividad participamos en
la procesión de la luz, pues la palabra se hizo vida y la vida era la luz, y
como los pastores y reyes le adoramos
como hacen las personas que gozan de su amor. Dios es amor. Las mujeres
malagueñas, en silencio, corazón de la palabra, como María guardaban todas
estas cosas en su corazón.
Jerusalén, casa de lo sagrado, está
fundada como ciudad bien compacta, allí subimos con alegría porque íbamos a la
casa del Señor. Pasar bajo sus puertas, de Damasco, Herodes, Jaffa, San Esteban
o de los Leones… es quedar envueltos en un halo de misterio que guarda el
secreto de un lugar de convivencia
compartido por árabes, judíos, cristianos y armenios. Sentíamos los aldabonazos
en las puertas de nuestro corazón, lugar de lo sagrado, de aquellas palabras de
Jesús a la samaritana: «Ha llegado ya la hora en que para dar culto al Padre,
no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén… Dios es espíritu, y los
que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad». En el claro del corazón,
templo, están unidas todas las religiones. En nuestro caminar, al dar una curva
se alza ante nosotros el Muro de las Lamentaciones, símbolo de la Alianza
perpetua de Dios con el pueblo de Israel. Pueblo que rompe con la verdad, emet,
su pacto de amor. Mentimos si decimos que amamos a Dios y no amamos al prójimo,
nos enseñaron desde pequeños. Porque el prójimo no es el de la tribu sino el
amor que sufre y busca un dueño. La mayor libertad es tener un dueño, el amor. El
amor no tiene puertas ni murallas. Muro de piedra, corazón de piedra.
¿Seguiremos esperando aquella promesa recogida por Ezequiel?: «Os daré un
corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne». No nos engañemos, nuestro Dios es un
Dios escondido como afirma el profeta Isaías, pero se esconde detrás del amor
de madre que jamás se agotará. Se esconde en el hombre: dios humanamente. La
persona es amor, un pensamiento de amor.
En el Huerto de los Olivos se decidió la
suerte del cristianismo. Hoy seguimos preguntándonos: «Cuál fue, Jesús, tu
palabra? ¿Amor?, ¿Perdón? ¿Caridad? Todas tus palabras fueron una palabra:
Velad». Se detuvieron entre los olivos y Jesús les dijo: Velad. Pero Él quedó
abrazado al centro de su soledad y en su silencio. Solo en su lucha, en su
agonía, aceptando del Padre el cáliz de su vida. Cristo en su inocencia y
obediencia encierra toda la esencia de la vida. Se había dado en palabra y en
alimento para ser consumido como los humanos necesitan. Y ahora pedía ser
asistido en silencio, ser velado. Pero no se entregaron a él sino al sueño. Fe
viva es entrega a la persona que te está amando, dando la vida por ti. Aquel
que vela se enciende a sí mismo: una llama de amor viva ardientemente hubiera enamorado del alma de
los discípulos su más oscuro centro haciendo de ellos lámparas de fuego. El
cristiano, hombre verdadero: dios siempre naciendo. Nadie quiere beber su cáliz
y entonces se derrama y viene la confusión: no sé si es el mío; el mío, mi
cáliz. ¿Pero tengo yo algún cáliz, mío para mí, de mí? ¿No será uno, uno para
todos, del que me cae una sola gota, una gota sólo que no pasa, una gota de
eternidad?
En la Iglesia de la Agonía, en Getsemaní,
molino de aceite, compartimos la
Eucaristia, acción de gracias, plenitud de la vida de un cristiano, con un
grupo de peregrinos brasileños. Sentimos cómo la Iglesia no es sociedad sino
comunión. Suplimos en esta misa la nostalgia, resorte de nuestro corazón, de no
haber podido reactualizar en el Cenáculo la ofrenda de Jesús. Una vez más
Israel propiciaba romper el pacto con Yahveh. Queríamos santificar a Israel y a
los tiempos. Y allá en el claro de nuestro corazón temblaron las palabras de
Cristo: Esto, mi carne; Esto mi sangre. El cuerpo y por otro lado su vida, la
sangre. Surge una Nueva Alianza, una nueva promesa para el futuro, sellada con
la sangre de un Mesías que sufre y muere, que se da como alimento, pan
celestial o espiritual, alimento del alma. Yo soy el pan vivo.
Recorrimos la Vía Dolorosa. Jesús es
llevado a Caifás… Herodes, Pilatos. Ante este confiesa que Él es la Verdad.
Cristo la Verdad del Padre, sacramento del encuentro del hombre con Dios. Las
distintas estaciones, la ayuda del Cirineo, la Verónica, las caídas de Jesús,
nos conducen al Calvario. El mal: no acompañar al Hombre en su vía crucis.
Crucifixión, muerte en Cruz, Padre por qué me has abandonado, en tus manos
encomiendo mi espíritu, exhalación de la vida. El velo del templo se rasgó y se
abrieron los sepulcros. El Dios del amor desciende de la Cruz. Por ello, en
nuestra oración el amor humano hace descender al Dios del amor. La esperanza
del cristiano se ha cumplido: mover a Dios para que descienda y nos ame, para
que siga resucitando en nosotros. La unidad del misterio de salvación se ha cumplido:
nacimiento, muerte y resurrección de Jesús.
En el río Jordán repetimos el rito del
bautismo. El bautismo es la iniciación de la vida cristiana como reproducción
de la muerte y resurrección de Cristo en cada uno de nosotros. Invocamos a la Trinidad
expresamente. Para recibir este rito es menester tener fe y conversión. Es un
baño de regeneración donde como personas nos incorporamos a Cristo como
realidad viviente en unidad de amor, fe y esperanza.
En el Monte de las Bienaventuranzas recordamos
que somos hijos de un sueño de amor creador. Y es este amor el que otorga
quietud de ánimo a los bienaventurados. Su vida nos alumbra, nos atrae por esa
blancura del pensamiento. Su belleza es de espíritu, de justeza o armonía de su
riqueza interior, de perfección en su presencia de silencio y palabra. Libertad
de su ser dinámico impregnado de amor, de fragancia, de perfume y de anhelos.
Amor que llena el vacío de su «no ser» con la riqueza de la soledad, desdicha,
sed, injusticia. Son dichosos en su pobreza, mansedumbre, llanto, hambre,
misericordia, blancura de corazón, paz y padecer. Vivir desde la verdad, eso es
ser pobre.
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