Érase
una vez… una familia que decidió practicar la dieta vegetariana. Siguiendo los
sabios consejos gubernamentales de la movilidad externa y como nuevos
militantes de la lechuga, el sésamo y los brotes de alfalfa, hicieron el petate
con lo imprescindible, y emigraron a ese
pueblo donde el alcalde regalaba tierras y casa a quien se empadronara con
chiquillos para llenar las aulas desiertas, e incrementar las cifras
demográficas.
Delante de la casa estaba
el huerto, y detrás la cochiquera y el gallinero. Se regalaba el paquete
completo; junto a los aperos de labranza, semillas y unos pocos animales que
habitaban sus respectivos corrales.
Comer vegetales era muy
sano, al menos eso decían los verdes. Es cierto que no se resfriaron en otoño, pero
estaban cambiando su color rosado y lozano por un verde acelga que los
diferenciaba de sus nuevos paisanos. Para aprovechar la leche de la vaca del
vecino y los huevos de sus gallinas, ampliaron la dieta y se pasaron a la ovolactovegetariana,
aunque nadie conseguía pronunciarla. Así no estaban obligados a recorrer todos
los días las casas de la comarca para vender el excedente de huevos de sus
ponedoras.
Siguiendo los dictados de
los buenos ecologistas fabricaron su propio jabón con la fórmula magistral de
toda la vida, pero debieron medir mal los ingredientes, lo que les hizo ir en
busca del veterinario urgentemente para curarles las quemaduras de la piel. El médico rural pasaba
consulta en cinco pueblos de los alrededores y allí no tocaba hasta dentro de cuatro
días, tiempo suficiente para que se les hubiera caído hasta la dermis.
El coche también lo
aparcaron debajo de un cañizo sujeto con cuatro troncos de madera, lo que se
dice un auténtico garaje rústico, ya que no se ajustaba a esa nueva forma de vida
natural ir contaminando el medio ambiente con emisiones de gas-oil. El cabeza
de familia y su mujer compraron un par de bicicletas de segunda mano y pudieron
sentir en sus carnes lo sano que era estar haciendo pedales cuesta arriba y
cuesta abajo, un día sí y el otro también; hasta que les diagnosticaron: tendinitis
del rotuliano a uno, y lesión perineal a la otra.
Llegó la época de matanza,
y decidieron resarcirse de tanta vida sana, dándose un buen atracón a base del
magnífico ejemplar de pezuñas negras que habían criado a cuerpo de rey en el
corral. Nunca estuvieron más de acuerdo con el refrán de que «eran buenos hasta sus
andares».
Les volvieron los colores
a sus mejillas; a lo que también ayudó
el tinto de las bodegas de la zona. A su lado, el beneficioso mosto era un sencillo zumo de
fruta bautizado.
Después de saltarse
algunas normas de su saludable vida, la echaron de menos más que nunca y fueron
a buscarla con síndrome de abstinencia. Estaba arrinconada al fondo del gran salón,
tapada con una manta y un pespunte de imperdibles a modo de festón a su alrededor. Ella tenía la
seguridad de que añoraban su protagonismo, y que había llegado el momento de
reconquistarlos. Llevaba algún tiempo en la familia y los conocía bien. Se
sabía la dueña de sus silencios y con toda la belleza de su pantalla de plasma
de tropecientas pulgadas volvió a entrar a lo grande en la vida de esos
urbanitas que no podían resistirse a su embrujo.
Volvieron a ser testigos
de la impunidad de los de siempre. De las desgracias de muchos más que los de
siempre. De las mentiras disfrazadas de eufemismos, y las verdades a medias. De
la imaginación atascada en las tuberías del intelecto, y el sonambulismo
consciente de multitud de abducidos.
Se habían aclimatado, más
o menos, a la vida sana del pueblo, pero seguir ignorándola era mucho más de lo
que se le podía pedir a un mortal de este siglo.
Y colorín, colorado. Este
cuento no se ha acabado...
Esperanza Liñán Gálvez
Érase una vez una amiga mía llamada Esperanza que no paraba de escribir ni con los calores de agosto…
ResponderEliminarNo sé como te las ingenias ¡hija!, pero le sacas partido a todo. Muy culinario e ingenioso tu relato. Lo del jabón me ha recordado mis años juveniles porque mi madre me gritaba que me retirara de ella cuando lo estaba haciendo. Yo entonces so sabía el por qué.
Un abrazo y a ver si nos vemos pronto.
Gracias Maruja por tus palabras de ánimo. La verdad es que estos calores son capaces de ablandar las meninges de cualquiera.
ResponderEliminarUn abrazo para ti también, y mi agradecimiento siempre a Amaduma por publicar mis ocurrencias.
Esperanza.
Gracias Maruja otra vez por tus palabras y por leerme. En realidad esa vida sana puede no serlo tanto cuando no estamos acostumbrados a ella, y hay cosas a las que muchos se resisten a renunciar. De ahí el escrito que se me ocurrió.
ResponderEliminarUn abrazo para ti, y mi agradecimiento a Amaduma.
Esperanza.
Gracias Maruja (por tercera vez), algo debe pasar que no se han recogido los comentarios anteriores.
ResponderEliminarUn abrazo también para ti, y hasta pronto.
Esperanza.