Me vi obligada a dejar la casa en la que viví desde mis tiernos años, y me dediqué a buscar la que sería el hogar de Javier y mío, al regresar él de EE UU, tras finalizar su especialización en cirugía plástica.
Cansada de recorrer inmobiliarias, en una me ofrecieron un piso, céntrico y amplio, ajustado a nuestra economía. Fui a verlo y, nada más entreabrirse la puerta, salió de él un olor penetrante, como de pergamino añejo, que hizo que en un gesto instintivo me apretara la nariz con los dedos.
-No se preocupe por el olor- me dijo la empleada de la inmobiliaria- tenga en cuenta, que el piso lleva cerrado más de diez años por problemas con los herederos. Cuando se ventile bien, el olor desaparecerá. Me convino el piso y agilicé los trámites de compra y, cuando tuve las llaves, volví para verlo de nuevo. Estaba todo amueblado, y como los muebles eran de calidad pensé quedarme con ellos. Tenía las paredes cubiertas de papel, los suelos enmoquetados en marrón y en la biblioteca del salón había libros de Aghata Christie, de leyes y de religión, portarretratos, figuritas y una colección de estiletes incompleta. Atrajeron mi atención varios cuadros de vírgenes, una cruz con un rosario y una maleta y un neceser, dispuestos para un viaje, sobre el armario del dormitorio principal. A pesar del polvo, todo estaba perfecto dentro de la imperfección que el tiempo acumula. Me asomé al ventanal del salón y, el trozo de mar que vi, me hizo sentirme relajada.
-El piso cambiará- me dije- Pintado de blanco y decorado con cortinas y macetas, perderá la de falta de vida que tiene, como de no haber oído nunca la risa de un niño. Los de Javier y míos lo alegrarán con sus travesuras.
Tras la salida de albañiles, carpinteros y pintores, el piso tomó un aspecto y un olor distinto, sin embargo, al abrir el armario el olor a pergamino parecía acumulado en él. La maleta y el neceser, varias veces los tuve en el ascensor para tirarlos, y no sé qué extraña fuerza me impedía hacerlo.
Una tarde mientras ojeaba unos libros, encontré un papelito doblado en el que había escrito unos versos, cargados de pasión, con la dedicatoria: “Para ti, mi amor” Manuela. Me quedé sorprendida pensando por qué no habrían llegado a su destinatario y cómo una mujer tan aparentemente metódica y religiosa podía escribir ese poema amoroso. No sabía apenas nada de la anterior dueña del piso, pero el portero me hizo su retrato casi completo.
La señorita Manuela llegó con su padre, abogado de profesión, procedente de Marruecos. De edad indefinida y no mal parecida, iba siempre bien peinada con un moño en la nuca y vestida con una elegancia trasnochada. Era correcta, aunque orgullosa, no tenía trato con los vecinos y nunca, ni antes ni después de la muerte de su padre, se había visto subir a ningún hombre a su casa. Salía muy poco, sólo a misa y de compras, y algunos fines de semana se marchaba fuera, decía que a casa de un hermano. Contaba un vecino que la había visto en un pueblecito del interior vestida muy a la moda, y con los cabellos sueltos, acaramelada con un chico más joven que ella. Hasta la noche que murió, su luz era la última en apagarse, al parecer se quedaba leyendo, escribiendo o rezando el rosario.
De esta foto robot, sólo el episodio del joven podía tener relación con el poema encontrado y decidí olvidarlo. Transcurrían los días, y tanto como me gustaba salir, apenas salía ordenándolo todo igual que la señorita Manuela. El olor a pergamino del armario persistía, era mi obsesión. Un día al desarmarlo por enésima vez vi en el fondo una tablita desajustada, tiré de ella, y quedó al descubierto un doble fondo lleno de cartas amarillentas atadas con un lazo azul mortecino, y una nota suelta. El olor que me perseguía desde que entré en el piso se esparció por el dormitorio. Mi primer impulso fue coger una bolsa y acabar con él, pero la curiosidad me hizo leer aquellas cartas de amor destinadas a la señorita Manuela y la nota en la que el enamorado le decía; que la dejaba por haber encontrado el auténtico amor en una chica muy joven con la que pensaba casarse. Me quedé consternada y para dar por concluido el asunto, metí las cartas en una bolsa, y junto a la maleta y al neceser, la dejé dispuesta para tirarla.
Pensaba ilusionada en el regreso de Javier, en que pronto llenaríamos la casa de amor, de alegría, y de la risa de los niños que deseábamos tener cuando... la voz de Paco al teléfono me despertó de mis sueños.
-Carmen, lo he dudado mucho, sin embargo, mi deber como amigo es contarte que Javier...
- ¿Qué le ha ocurrido a Javier?- dije casi gritando llena de presentimientos.
-No le ha ocurrido nada, pero llega a las ocho a Madrid con su esposa de viaje de novios para presentársela a sus padres. Lo siento, Carmen.
-¡Javier casado! -repetía nerviosa, intentando hablar por teléfono con sus padres. Cuando lo conseguí, la madre, con “lo sentimos hija” no hizo más que ratificar lo que me negaba a creer. Miré el reloj. Eran las cuatro. Presa de gran dolor y de ira, creí que tenía tiempo de ir a Madrid a dar a Javier mi bienvenida. A mi lado estaban los objetos que pensaba tirar a la basura. Cogí un estilete de la biblioteca y al guardarloen el neceser, en uno de sus bolsillos, topé con el que faltaba en la colección. Me quedé perdida en un mundo confuso y, cuando pude reaccionar, coloqué los estiletes en su sitio y en la chimenea del salón hice una pira con las cartas de la bolsa. Las de amor de Javier, las até con el lazo azul junto a la nota de ruptura hallada como si fuera la que él no tuvo la honradez de escribirme y, guardé el paquete en el doble fondo del armario.
Rota por el cansancio y las emociones vividas, recogí en un moño mis indómitos cabellos y me senté frente al ventanal mirando la mar, mientras que como un autómata, mis dedos desgranaban las cuentas del rosario.
Amalia Díaz
30 de junio de 2011
Cansada de recorrer inmobiliarias, en una me ofrecieron un piso, céntrico y amplio, ajustado a nuestra economía. Fui a verlo y, nada más entreabrirse la puerta, salió de él un olor penetrante, como de pergamino añejo, que hizo que en un gesto instintivo me apretara la nariz con los dedos.
-No se preocupe por el olor- me dijo la empleada de la inmobiliaria- tenga en cuenta, que el piso lleva cerrado más de diez años por problemas con los herederos. Cuando se ventile bien, el olor desaparecerá. Me convino el piso y agilicé los trámites de compra y, cuando tuve las llaves, volví para verlo de nuevo. Estaba todo amueblado, y como los muebles eran de calidad pensé quedarme con ellos. Tenía las paredes cubiertas de papel, los suelos enmoquetados en marrón y en la biblioteca del salón había libros de Aghata Christie, de leyes y de religión, portarretratos, figuritas y una colección de estiletes incompleta. Atrajeron mi atención varios cuadros de vírgenes, una cruz con un rosario y una maleta y un neceser, dispuestos para un viaje, sobre el armario del dormitorio principal. A pesar del polvo, todo estaba perfecto dentro de la imperfección que el tiempo acumula. Me asomé al ventanal del salón y, el trozo de mar que vi, me hizo sentirme relajada.
-El piso cambiará- me dije- Pintado de blanco y decorado con cortinas y macetas, perderá la de falta de vida que tiene, como de no haber oído nunca la risa de un niño. Los de Javier y míos lo alegrarán con sus travesuras.
Tras la salida de albañiles, carpinteros y pintores, el piso tomó un aspecto y un olor distinto, sin embargo, al abrir el armario el olor a pergamino parecía acumulado en él. La maleta y el neceser, varias veces los tuve en el ascensor para tirarlos, y no sé qué extraña fuerza me impedía hacerlo.
Una tarde mientras ojeaba unos libros, encontré un papelito doblado en el que había escrito unos versos, cargados de pasión, con la dedicatoria: “Para ti, mi amor” Manuela. Me quedé sorprendida pensando por qué no habrían llegado a su destinatario y cómo una mujer tan aparentemente metódica y religiosa podía escribir ese poema amoroso. No sabía apenas nada de la anterior dueña del piso, pero el portero me hizo su retrato casi completo.
La señorita Manuela llegó con su padre, abogado de profesión, procedente de Marruecos. De edad indefinida y no mal parecida, iba siempre bien peinada con un moño en la nuca y vestida con una elegancia trasnochada. Era correcta, aunque orgullosa, no tenía trato con los vecinos y nunca, ni antes ni después de la muerte de su padre, se había visto subir a ningún hombre a su casa. Salía muy poco, sólo a misa y de compras, y algunos fines de semana se marchaba fuera, decía que a casa de un hermano. Contaba un vecino que la había visto en un pueblecito del interior vestida muy a la moda, y con los cabellos sueltos, acaramelada con un chico más joven que ella. Hasta la noche que murió, su luz era la última en apagarse, al parecer se quedaba leyendo, escribiendo o rezando el rosario.
De esta foto robot, sólo el episodio del joven podía tener relación con el poema encontrado y decidí olvidarlo. Transcurrían los días, y tanto como me gustaba salir, apenas salía ordenándolo todo igual que la señorita Manuela. El olor a pergamino del armario persistía, era mi obsesión. Un día al desarmarlo por enésima vez vi en el fondo una tablita desajustada, tiré de ella, y quedó al descubierto un doble fondo lleno de cartas amarillentas atadas con un lazo azul mortecino, y una nota suelta. El olor que me perseguía desde que entré en el piso se esparció por el dormitorio. Mi primer impulso fue coger una bolsa y acabar con él, pero la curiosidad me hizo leer aquellas cartas de amor destinadas a la señorita Manuela y la nota en la que el enamorado le decía; que la dejaba por haber encontrado el auténtico amor en una chica muy joven con la que pensaba casarse. Me quedé consternada y para dar por concluido el asunto, metí las cartas en una bolsa, y junto a la maleta y al neceser, la dejé dispuesta para tirarla.
Pensaba ilusionada en el regreso de Javier, en que pronto llenaríamos la casa de amor, de alegría, y de la risa de los niños que deseábamos tener cuando... la voz de Paco al teléfono me despertó de mis sueños.
-Carmen, lo he dudado mucho, sin embargo, mi deber como amigo es contarte que Javier...
- ¿Qué le ha ocurrido a Javier?- dije casi gritando llena de presentimientos.
-No le ha ocurrido nada, pero llega a las ocho a Madrid con su esposa de viaje de novios para presentársela a sus padres. Lo siento, Carmen.
-¡Javier casado! -repetía nerviosa, intentando hablar por teléfono con sus padres. Cuando lo conseguí, la madre, con “lo sentimos hija” no hizo más que ratificar lo que me negaba a creer. Miré el reloj. Eran las cuatro. Presa de gran dolor y de ira, creí que tenía tiempo de ir a Madrid a dar a Javier mi bienvenida. A mi lado estaban los objetos que pensaba tirar a la basura. Cogí un estilete de la biblioteca y al guardarloen el neceser, en uno de sus bolsillos, topé con el que faltaba en la colección. Me quedé perdida en un mundo confuso y, cuando pude reaccionar, coloqué los estiletes en su sitio y en la chimenea del salón hice una pira con las cartas de la bolsa. Las de amor de Javier, las até con el lazo azul junto a la nota de ruptura hallada como si fuera la que él no tuvo la honradez de escribirme y, guardé el paquete en el doble fondo del armario.
Rota por el cansancio y las emociones vividas, recogí en un moño mis indómitos cabellos y me senté frente al ventanal mirando la mar, mientras que como un autómata, mis dedos desgranaban las cuentas del rosario.
Amalia Díaz
30 de junio de 2011
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