La tía Julia murió a los noventa y tres años de edad, atiborrada de historia: conoció la Monarquía, la República, la Dictadura, la Democracia…
Escribo este relato, porque quiero rescatar para los lectores del blog el cúmulo de horas que me dedicó hablándome de la Historia de España cuando yo era niña.
De toda su familia era la persona más callada, la más trabajadora, y la más noble en su forma de sobrellevar la vida y de ir sobreponiéndose a las vicisitudes que nos depara la vida cotidianamente.
Había en ella como un halo, un sello distinguido y aristocrático; una forma de encarar la vida y la muerte insólita.
La perspectiva que me ha ido dando el hueco de su ausencia irrestañable; es lo que me permite valorarla con más exactitud. Yo diría que tenía luz propia. No esa luz de pose que suele brillar en las buenas familias de postín; sino la luz interior que brota, irradiando como un sol, desde dentro hacia fuera y baña al que está a su lado aunque éste no se dé cuenta.
Un calor tibio pero persistente me ha ido creciendo en la memoria al ir recordándola por entre los jirones de la vida. Y es que la vida misma, a veces, es jovial y dura.
Por todos los rincones de su casa, aún se movía con noventa años con una increíble fuerza cincelada al fuego de la sobriedad. Cuidándolo todo y cuidando de todos. Y por la noche, muchas noches, siempre le quedaba un resto de generosidad literaria para contarme cuentos que se basaban en la vida real, en la Historia.
Mi afición por las aventuras marineras se la debo a ella, al igual que el entusiasmo por los bandidos de Sierra Morena, Serranía de Ronda o Despeñaperros; con esos famosos bandidos como “Juan Palomo”, “El tempranillo” o “El Pernales”. ¡Qué historias más interesantes me contaba la tía Julia sobre ellos! ¡Cuanto sabía de todo esta mujer!
Pero por encima de todo, recuerdo lo que ella misma vio para contarlo: la Guerra Civil española. Las imágenes del horror tuvieron que hacerme quedar boquiabierta en la cama antes de dormir, ya era un poco más mayor y comprendía mejor las cosas. Parece que la escucho con su mismo tono de voz. Aquello fue un horror; pero dicho con la sabiduría de la serenidad del que es capaz de sentir en sus carnes todos los horrores de la guerra.
Sí, sin ninguna duda, la tía Julia fue mi primera maestra en la enseñanza de las virtudes de la Historia y, sin embargo, a pesar del rictus de tristeza que siempre había en su alma, o tal vez por eso, no lo sé, también, como una lámpara inagotable nos alumbraba en silencio con su bondad, eso era, bondad y tristeza. Pues su vida parecía tener una aureola mágica de hondo encanto, de ahí su nobleza.
Mis años no me dan para recordarla llorando ni tampoco riendo, francamente. Pero ahí estaba siempre dispuesta, libre para lo que hiciese falta; con un talante humano para la comprensión y con una capacidad creativa para el trabajo doméstico inquebrantable.
Durante el último año de su vida me cogía la mano con sus blancas y huesudas manos, las venas a flor de piel, una piel increíblemente tersa; tranquilamente sentada en una butaca junto a la terraza, me miraba y con un don señorial me susurraba: - Hay que ver el trabajo que cuesta morirse - Y de hecho se fue muriendo en silencio, sin querer molestar. Se nos fue despacito, muy poco a poco, como se va poniendo el sol a la caída de la tarde, llevándose una valija repleta de historias de su familia que, con toda seguridad, desaparecerán para siempre en “El baúl de los recuerdos”.
Maruja Quesada Martín
3 de Agosto 2011
Escribo este relato, porque quiero rescatar para los lectores del blog el cúmulo de horas que me dedicó hablándome de la Historia de España cuando yo era niña.
De toda su familia era la persona más callada, la más trabajadora, y la más noble en su forma de sobrellevar la vida y de ir sobreponiéndose a las vicisitudes que nos depara la vida cotidianamente.
Había en ella como un halo, un sello distinguido y aristocrático; una forma de encarar la vida y la muerte insólita.
La perspectiva que me ha ido dando el hueco de su ausencia irrestañable; es lo que me permite valorarla con más exactitud. Yo diría que tenía luz propia. No esa luz de pose que suele brillar en las buenas familias de postín; sino la luz interior que brota, irradiando como un sol, desde dentro hacia fuera y baña al que está a su lado aunque éste no se dé cuenta.
Un calor tibio pero persistente me ha ido creciendo en la memoria al ir recordándola por entre los jirones de la vida. Y es que la vida misma, a veces, es jovial y dura.
Por todos los rincones de su casa, aún se movía con noventa años con una increíble fuerza cincelada al fuego de la sobriedad. Cuidándolo todo y cuidando de todos. Y por la noche, muchas noches, siempre le quedaba un resto de generosidad literaria para contarme cuentos que se basaban en la vida real, en la Historia.
Mi afición por las aventuras marineras se la debo a ella, al igual que el entusiasmo por los bandidos de Sierra Morena, Serranía de Ronda o Despeñaperros; con esos famosos bandidos como “Juan Palomo”, “El tempranillo” o “El Pernales”. ¡Qué historias más interesantes me contaba la tía Julia sobre ellos! ¡Cuanto sabía de todo esta mujer!
Pero por encima de todo, recuerdo lo que ella misma vio para contarlo: la Guerra Civil española. Las imágenes del horror tuvieron que hacerme quedar boquiabierta en la cama antes de dormir, ya era un poco más mayor y comprendía mejor las cosas. Parece que la escucho con su mismo tono de voz. Aquello fue un horror; pero dicho con la sabiduría de la serenidad del que es capaz de sentir en sus carnes todos los horrores de la guerra.
Sí, sin ninguna duda, la tía Julia fue mi primera maestra en la enseñanza de las virtudes de la Historia y, sin embargo, a pesar del rictus de tristeza que siempre había en su alma, o tal vez por eso, no lo sé, también, como una lámpara inagotable nos alumbraba en silencio con su bondad, eso era, bondad y tristeza. Pues su vida parecía tener una aureola mágica de hondo encanto, de ahí su nobleza.
Mis años no me dan para recordarla llorando ni tampoco riendo, francamente. Pero ahí estaba siempre dispuesta, libre para lo que hiciese falta; con un talante humano para la comprensión y con una capacidad creativa para el trabajo doméstico inquebrantable.
Durante el último año de su vida me cogía la mano con sus blancas y huesudas manos, las venas a flor de piel, una piel increíblemente tersa; tranquilamente sentada en una butaca junto a la terraza, me miraba y con un don señorial me susurraba: - Hay que ver el trabajo que cuesta morirse - Y de hecho se fue muriendo en silencio, sin querer molestar. Se nos fue despacito, muy poco a poco, como se va poniendo el sol a la caída de la tarde, llevándose una valija repleta de historias de su familia que, con toda seguridad, desaparecerán para siempre en “El baúl de los recuerdos”.
Maruja Quesada Martín
3 de Agosto 2011
Este relato, me emociona cada vez que lo leo: ¡Hay tantas Julias esparcidas por España que vivieron estos momentos horribles de la guerra civil!
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