Mayte Tudea.
7-febrero-2010Hace unos años, rememorando mi llegada a Málaga, escribía así:
“Mediados los años sesenta, tuve la fortuna de desplazarme a vivir desde las brumas lluviosas del Norte, a los limpios e intensos azules de este cielo del Sur, y ese cambio me produjo una impresión tan profunda, de la que transcurridos más de cuarenta años aún no he podido ni querido recuperarme.
Recuerdo que llegué a Málaga en plena canícula. Era un tórrido mes de Agosto, en el momento álgido de la Feria –que por entonces se celebraba en el Parque-, con una temperatura que sobrepasaba los cuarenta grados.
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Contemplé la fiesta caminando desde la Plaza de la Marina, escuchando la sonoridad refrescante de su antigua fuente, su chorro de partículas de luz; descubrí en la semipenumbra del anochecer la figura grácil y bruñida del cenachero, y entre las veredas frondosas del parque, divisé la fachada majestuosa del Palacio de la Aduana precedida por sus largas y frágiles palmeras, que me parecieron enormes plumeros. Continuamos por el paseo dejando atrás las columnas del Banco de España, la belleza ocre de la fachada del Ayuntamiento; desembocamos en los bellos jardines de Puerta Oscura –de nombre tan evocador para mí-, y de nuevo, el frescor de otra fuente, la de las Tres Gracias, una frescura que entonces venía mezclada con el olor salobre del mar hasta el que llegamos caminando y que percibí como una enorme masa oscura y quieta, perfumada de sal y de misterio.
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Rodeamos la farola, y la sentí femenina, como su nombre; y al regresar a la algarabía de la Feria, al colorido de los trajes, a la alegría, a la música y al olor a nardos, me sentí embriagada sin haber probado aún ni una copa de vino. Aunque la comparación pueda parecer exagerada, fue como si a un esquimal lo trasladaran al desierto del Sahara. ¡Impactante!”
A lo largo de todos estos largos años de disfrutar de “mi” ciudad y también de padecerla, la he recorrido con morosidad y con premura; la he visto transformarse, extenderse, crecer, -demasiado en vertical-, y convertirse en una ciudad moderna, embellecida, notablemente mejorada, pero también incómoda, ruidosa, y dolorosamente sucia. Empleo este último adjetivo porque no encuentro otro término más adecuado para expresar la rabia que siento cuando camino entre excrementos de perros, envoltorios de papel y otros residuos, situados además junto a estupendas papeleras de hierro que supongo estarán vacías.
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Intento encontrar una explicación a esta actitud de mis conciudadanos y por más que me esfuerzo, no lo consigo. No puedo comprender que siendo el turismo nuestra industria puntera y prácticamente la única, despreciemos el cuidado y la limpieza del mayor bien con el que contamos, del mejor y más amplio escaparate donde se expone esta mercancía: nuestra ciudad.
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Que ese especialísimo azul del cielo, nuestro sol, nuestra intensidad de luz, ese Mediterráneo sereno y de colores cambiantes que ensancha el horizonte, y su larga costa antes desperdiciada y hoy cubierta de playas, la cercanía de sus gentes, la alegría que se respira en el aire, y la consistencia que está adquiriendo Málaga como gran capital –en menos de dos años podremos comprender profundamente lo que estoy escribiendo-, se vean empañados por la desidia de unos cuantos, y la ofensa que supone para el resto de los que la habitamos, me irrita profundamente.
Y propongo al Ayuntamiento, que los coches patrulla que con tanto celo toman fotografías de los vehículos aparcados en doble fila -aunque lo hagan en un lugar que no molestan y por un breve espacio de tiempo-, se dediquen también a captar a todos los infractores que pretenden convertir a Málaga en un estercolero, y después les coloquen la correspondiente multa.
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Una Málaga que va a convertirse en un corto espacio de tiempo en la ciudad de los museos, y que ha ampliado su oferta turística considerablemente, no merece ser tratada así.
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En fin, no obstante, las ciudades siempre son como las descubrimos. Basta únicamente con que la brisa me traiga de nuevo el olor a azahar, a nardos o a jazmín para que el corazón se me acelere, los recuerdos se agolpen y reviva el deslumbramiento que sentí aquel anochecer de Agosto, envuelto en una nostalgia agridulce.
Esa tenue tela de araña que Málaga tejió a mi alrededor, apresándome, embrujándome, logrando que nunca me sintiera extraña en ella, aún permanece flexible pero firme, y me cobija y protege.
Recuerdo aquel refrán de mi abuela, “uno es de donde pace y no de donde nace”, y compruebo cuánta verdad encierra. Es el lugar que elegimos para vivir y no el que nos eligió para nacer, el que nos marca y nos define.
Y en el instante preciso en que sientes que esa tierra adoptiva te duele, incluso te hace sufrir, comprendes, sin ningún género de duda, que perteneces a ella.
¡Bienvenida al Grupo Neoconverso Malagueño¡ Yo también me considero así.
ResponderEliminarSiempre he dejado escrito que soy:
Salmantino de nacimiento.
Andaluz de adopción.
Malagueño de corazón.
Málaga, aunque no me facilite las cosas, me las permite.
P.D. Y enhorabuena a Joaquín por el acompañamiento gráfico con que acostumbra a darle color a los pensamientos.
Malaga es la ciudad de los mil olores. Hace mucho tiempo cuando se paseaba por la Acera de la Marina olía a una entrada a Málaga, sal, tarde, su gente. Ese olor se fue desplazando cuando una mano terrible hizo desaparecer esa orilla y rompió el encanto. Ahora huele con el sabor a Casa el Guardia, Gibralfaro, Puerta Oscura.A mi me sigue oliendo a Málaga. W.
ResponderEliminarCuando llegaste a esta tierra nació una malagueña, y los que te conocemos estamos orgullosos de que te sientas y lo seas.
ResponderEliminarM.E.