La buhardilla de la casa del pueblo de mis padres era alargada, muy amplia y luminosa. No sé por qué, me viene a la mente siempre que recuerdo mi infancia en Cañeta la Real.
La buhardilla era un rincón apartado del tiempo, de todo y de todos los que me rodeaban. Estaba llena de viejos recuerdos, que dormían allí, sin que nadie turbara sus sueños.
Sí, viejos recuerdos
Sí. Acariciados por los tibios rayos de sol que se filtraban por el único ventanal de la buhardilla, y desde el cual yo divisaba el paisaje del pueblo con su alto cerro.
Recuerdo aún la antigua mesa de camilla con su mantel de algodón de ricos colores y dibujos, que quizás el tiempo haya borrado ya; la antigua mecedora del abuelo José, donde yo solía sentarme para leer mis libros preferidos.
En mi cabeza se acumulan los recuerdos. Sentada sobre aquella vieja mecedora, la mirada perdida a lo lejos, evoco escenas de mi niñez: las tardes de verano, paseando por Padre Jesús, cuando el sol coloreaba el cielo de un rojo rosáceo y el olor a heno procedente de una era cercana se esparcía por doquier; las desgastadas escaleras que tantas veces subía yo, silenciosamente, para deslizarme hasta la buhardilla, mi buhardilla. Allí me había forjado un mundo distinto al que me rodeaba. Un mundo rosa, de sueños y juegos, de risas y fantasías, de magia e ilusión: el mundo de los niños.
Al crecer e ir transformándome en una jovencita, y comenzar mis estudios, fui alejándome cada vez más de aquel mundo rosa que acabó perdiéndose en el olvido para dejar paso a otro, demasiado serio.
Todo se perdió en el ayer. Bueno
No todo.
En la buhardilla había algo que nunca dejó de ocupar un lugar en mi mente: los libros. Sus dibujos, llenos de fantasías, de sueños y de belleza despertaban en mi algo inexplicable.
Mis anhelantes ojos de niña observaban ávidamente cada detalle, cada trazo, cada nueva página.
En la buhardilla se mezclaban el "Verde que te quiero verde"
de Lorca, con los diversos sainetes de Arniches, el espiritualismo de Machado, la imaginación de Julio Verne, el ambiente madrileño creado por Galdós, la infantil fantasía de los hermanos Grimm, los anhelantes y dulces versos de Fray Luís de León, el desgarrador dolor y desengaño de Jorge Manrique, la belleza y sensibilidad de Bécquer, la "poesía pura" y ese "Playero y Yo" de Juan Ramón Jiménez
¡Qué atrás quedó todo aquello!
Ahora estoy de nuevo aquí, con mis viejos amigos, los libros, en mi mundo rosa otra vez.El sol se pone.
El paisaje es un juego de luz y de sombras, y la luna hace su majestuosa aparición. Su luz es helada y entra por el ventanal, envolviendo
Libros distintos, de todos. Que sepan instruir debidamente a los jóvenes, hombres y mujeres del futuro. Que sean capaces de hablar fuerte, de despertar al mundo y gritarles al oído que no todo está perdido.
Libros que cuenten el nacimiento de una flor o de un pájaro, y que el sol sigue saliendo cada mañana, y que el cielo es azul por encima de todo.
Libros que luchen contra la deshumanización, contra el excesivo progreso, que puede ser peligroso. Libros que ayuden al hombre a mirarse por dentro, a conocerse realmente a sí mismo, y a actuar según su conciencia. Puede que algún día escriba uno.
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