Me
llamo Julia y soy la responsable de Recursos Humanos de un bufete de Abogados. Acabo
de entrevistar al último candidato para el puesto de administrativo. Al verlo, mis
sentidos volvieron a la tierna infancia aunque él no me ha reconocido. Esos
ojos, esa sonrisa, su forma de quitarse el mechón de la frente no han cambiado.
Su nombre y apellidos en el currículo han sido la confirmación. Fuimos casi
inseparables hasta los siete años, a pesar de que siempre me hacía rabiar
tirándome de las trenzas. Nacimos el mismo día pero de distinta madre y nos
llamaban los gemelos.
Yo
era la hija de una familia acomodada del barrio de Salamanca y Julián el hijo de Carmela, una asistenta, madre
soltera, trabajadora de la casa. Me duele llamarla y pensarla como una criada porque su cara, su olor, la ternura de sus
manos y sus pechos fueron los de una madre y mi primer paisaje del mundo. Nos amamantó
a su hijo y a mí según un acuerdo económico con mis padres y el costumbrismo de su clase. Y compartimos la
lactancia hasta los dos años y medio, sin ser conscientes de que seríamos para
siempre hermanos de leche.
Pasados
unos años, Carmela se casó con el padre de Julián y abandonaron nuestra casa. Su
madre tiraba de mi lloroso gemelo mientras miraba la ventana desde donde yo le decía
adiós y sufría el dolor de mi primera pérdida. Se iba para siempre el mejor
amigo y compañero de juegos. Me quedé sin la mitad de aquella niñez llena de
complicidad.
Mientras
repasaba su excelente cualificación y mentalmente
nuestro pasado en común, me he decidido. Siento nuestro vínculo más fuerte que
el de la sangre. Le he comunicado el sueldo, las condiciones
y que si estaba conforme se incorporaría al día siguiente. Ha asentido con la
alegría contenida en sus gestos.
Después
de levantarnos de las sillas me he acercado con la mano extendida para
estrechársela. Julián, sin dudarlo un momento, me ha regalado un cálido y
reconocible abrazo mientras me susurraba al oído: Gracias, hermana.
Esperanza Liñán Gálvez
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