11 diciembre 2010

EL CINE, LA VIDA.

Mayte Tudea.
7-Diciembre-2010

He de confesar que soy una cinéfila empedernida. Y además, me gusta disfrutar de las películas en una sala de proyección, a ser posible amplia, cómoda, y que disponga de una gran pantalla.

Ese momento en que se apagan las luces y comienzan los títulos de crédito, me provoca un cierto “hormigueo”, una emoción ante la incógnita de lo que voy a presenciar, siempre con la esperanza de que colme todas mis expectativas, aunque por desgracia, la mayor parte de las veces no sea así.

Ver cine en televisión es otra cosa, aunque por supuesto tampoco lo rechazo.

Lo que espero cada vez que entro en una sala de proyección –cosa que ocurre con bastante frecuencia-, es ver una obra redonda, con un guión inteligente, bien contada, bien dirigida y bien interpretada. Sin embargo, mi gusto por los distintos géneros ha ido variando con el paso del tiempo.

De jovencita me encantaban los dramas, sufría y gozaba con las películas de terror, las de suspense, las comedias románticas, las musicales, las de humor y también las históricas. Vamos, me gustaban todas.

Ahora me he vuelto mucho más selectiva. Entre una comedia y un drama -si ambos vienen avalados por críticas favorables-, me decanto por la primera. Esto no quiere decir que no termine viendo el drama también. Pero si tengo la oportunidad de relajarme y pasar un rato agradable, sin lugar a dudas, es esa opción la que elijo. Y entre los amigos de mi “quinta” escucho decir con mucha frecuencia: “¿Ir al cine a sufrir? Por supuesto que no, bastantes calamidades tiene ya la vida”.

Recuerdo a una amiga de mi adolescencia en que el barómetro de calidad de una película, lo establecía según las lágrimas que hubiera derramado. Cuando le preguntaban: “¿Te ha gustado?” Respondía convencida: “Es preciosa. No he dejado de llorar ni un momento”.

Es verdad que en aquellas tiernas edades la sensibilidad era nuestra segunda piel, y éramos capaces de conmovernos por todo, de compadecernos de todos, y las injusticias que veíamos en la pantalla nos sublevaban, nos enervaban, y sólo quedábamos satisfechas si el héroe o la heroína eran capaces de luchar contra ellas y de triunfar en toda regla.

Sin quererlo y sin siquiera proponérnoslo, la vida nos ha ido recubriendo la epidermis con una capa endurecida y más bien escéptica. La emoción tratamos de sujetarla con las bridas de la reflexión, y si el instinto a veces no puede evitar un estremecimiento ante algo que nos indigna, después de considerar el tema y razonarlo, ese sentimiento queda rebajado o matizado, y pierde en parte su fuerza inicial, al menos en un gran número de ocasiones.

Y como casi siempre me ocurre, todo lo anterior ha sido una introducción para llegar al punto al que intentaba acceder desde un principio.

“BIUTIFUL”. Así, mal escrito y bien pronunciado. Este es el título de la película que ha alterado, perturbado, conmovido, conmocionado mi estado de ánimo, con la misma pasión y compasión que sentía cuando tenía quince años.

Alejandro González Iñárritu, sólo ha dirigido cuatro películas y ninguna de ellas ha pasado desapercibida, sino todo lo contrario. Tanto en “Amores perros”, “21 gramos”, “Babel”, como en ésta última, “Biutiful”, ha demostrado, como diría Tomás, nuestro filósofo de cabecera, “que nada de lo humano le es ajeno”. Esas cuatro historias llevadas a la pantalla, situadas en escenarios distantes, en las que relata vidas totalmente diferentes entre sí, están hechas “de carne y de sangre”, son tan reales como la vida misma.

Pero en ésta última que ha rodado en nuestro país, en una Barcelona lumpen, marginal, y retratada en toda su auténtica fealdad –sin ningún filtro que la embellezca-, “ha echado el resto”. Dura como el pedernal, sin concesiones, nos muestra el implacable mundo en el que se mueven esos frágiles seres que llegan a nuestra tierra con la esperanza de encontrar una existencia mejor, y son esclavizados por los “negreros” de turno –muchos de ellos de su propia raza-, y convertidos en mercancía de “usar y tirar”.

Aunque ahora ya no se utiliza esta expresión, “Biutiful” es una película de denuncia en toda regla.

Y además es capaz de mostrarnos cómo muchas veces lo miserable y lo sublime caminan de la mano y de qué forma en un ambiente tan cruel pueden florecer el amor, la ternura, la compasión, la responsabilidad y la culpa.

Bardem está a mi modo de ver, genial –es sin duda su posible “Óscar” más merecido-, y el resto del elenco le secunda admirablemente. Sólo me queda advertir que ésta película no está indicada para estómagos delicados. Pero aunque fueran necesarias unas tomas de “Alka-Seltzer” para restituir la normalidad de nuestro páncreas, yo recomendaría su visión porque amplía en tres dimensiones la que ahora tenemos sobre este problema y nos permite asomarnos “a la otra cara de la Luna”.

El Director podía haber elegido un tema algo más complaciente y por supuesto, mucho más comercial y “taquillero”. No lo ha hecho, y sin lugar a dudas le honra. Chapeau, señor Iñárritu.

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